El ideólogo secreto del país
que viene
Por Jorge Fernández Díaz | LA NACION-
12.7.2015
"La policía y los jesuitas tienen la
virtud de no abandonar jamás ni a sus enemigos ni a sus amigos." La
estruendosa gira del papa Francisco por la región y su mano invisible para
diseñar el próximo formato político que tendrá la Argentina confirman el
célebre aforismo de Balzac. Francisco es propenso a abrazar los populismos
latinoamericanos, y esta certeza empírica provoca alegrías en el oficialismo y
alergias en la oposición: las dos miradas son parejamente superficiales.
Mientras elogia el asistencialismo populista, Bergoglio es capaz también de
reclamar bajo las narices de Correa y de Evo Morales que se terminen los
personalismos y los liderazgos únicos, y recomendar la libertad para los medios
de prensa, las ONG y los intelectuales. Propicia el deshielo con la Cuba de los
Castro, pero le demuestra al presidente boliviano que la hoz y el martillo no
le caen en gracia. Y eso lo hace el mismo día en que carga duramente contra el
capitalismo internacional y la dictadura del dinero. Cuesta entender todavía
que no se trata de un zigzag demagógico, sino de una ideología que viene de
fábrica. Bergoglio es preperonista: se formó con las encíclicas sociales de
León XIII y con una serie de punzantes pensadores socialcristianos. Y luego
creyó ver astillas de esos mismos ideales en el hipotético Perón del regreso,
aquel león herbívoro que venía a abrazarse con Balbín y que sería estragado por
sus propios monstruos de ultraizquierda y ultraderecha, y por los achaques
mortales de la edad. La tercera posición, el centrismo popular, ni yanquis ni
marxistas. Hoy, para Francisco, el populismo no es un objetivo, sino apenas un
punto de partida. Un método de emergencia que han encontrado las sociedades
ante situaciones límite, pero que debe ser vigilado para que después no se
cristalice y derive en autocracias y dictaduras mal disimuladas y corruptas.
Tal vez quien mejor explique su concepción sea
otro jesuita argentino, Rodrigo Zarazaga, cura trajinador de la pobreza y los
conurbanos, con posgrados en Harvard y en Berkeley. Asevera Zarazaga que la
Argentina necesita una síntesis entre dos variables: justicia social e
institucionalismo. Insinúa que la primera sin la segunda es ineficiente y
deforme. Y que la segunda sin la primera es una mera cáscara formal. Si la
democracia se juega sin reglas, se malogra. Pero si a las instituciones
"se las vacía de responsabilidades sociales, una gran parte de la sociedad
-aquella conformada por los «perdedores»- permanecerá indiferente a su
vulneración". Este modelo híbrido y dual, donde kirchneristas y
republicanistas están obligados a acercar posiciones, no sólo explica entonces
las andanzas verbales del Papa por América latina; también define la gran novedad
de la política local y los silenciosos esfuerzos que la Iglesia viene
realizando para que el proyecto de Bergoglio se realice con plenitud en la
etapa histórica que se abre.
Los encuestadores, que tienen más predilección
por sus investigaciones desprejuiciadas que por las teorías en juego, acuerdan,
sin embargo, con que la ciudadanía se encamina hacia un centro consensual por
ahora inespecífico, pero antagónico a la cultura rabiosa con barniz ideológico
que imperó en la última década. El modelo anfibio que propone la Iglesia de
Francisco para cerrar la grieta encaja como un guante en esos requerimientos
del inconsciente colectivo. No abandonemos la preocupación social, pero tampoco
borremos las normas de la República, y que el diálogo político acabe finalmente
con el monólogo. Quienes han visitado estas semanas el Vaticano, y conversado
largamente con los principales alfiles del pastor de Santa Marta, traen a
Buenos Aires una evaluación cabal sobre los dos líderes que cruzarán espadas en
la final de finales: Macri y Scioli. Tanto el alcalde como el gobernador les
parecen "potables", aunque los prelados emiten más afinidad por el
estilo conservador y previsible del líder naranja. Es que el líder amarillo les
parece más laico, sorpresivo y gozador. Ambos encarnan una posición centrista
con matices y gradualismos, y con búsqueda de consensos: ni Scioli continuará
con el revival del setentismo, ni Macri será el neoliberalismo noventista. Y
para pescar votantes en el océano electoral del medio, ambos irán aproximando
discursos mientras, paradójicamente, se agreden en público para diferenciarse.
Bueno es recordar que, a pesar de tanto ruido y tanta épica, una abrumadora
mayoría del pueblo argentino se sigue considerando de centro.
Dos temas les preocupan a los cuadros
políticos de Bergoglio: la influencia anticlerical que ambos candidatos tendrán
entre sus aliados y, por supuesto, la gobernabilidad que cada coalición podría
garantizar. En los dos rubros, Scioli saca alguna ventaja. Piensan que el
candidato por el Frente para la Victoria tiene más capacidad para domar a los
sectores radicalizados, no sólo por su personalidad, sino por la mismísima
dinámica interna del peronismo, que con la caja siempre consigue verticalidad y
obediencia. El frente Cambiemos posee, por su parte, dirigentes más reformistas
y cuestionadores, y el espíritu horizontal de Pro puede resultar más poroso a
sus planteamientos y exigencias. Las alianzas, por otra parte, plantean
distintos escenarios. Si Scioli perdiera, el peronismo clásico quedaría muy
golpeado y el cristinismo lo convertiría en el mariscal de la derrota, le
arrebataría el liderazgo y encabezaría, por oposición, un impiadoso proceso de
hostigamiento al "gobierno del cambio". Si Macri perdiera, el
peronismo fagocitaría en el poder las divergencias y domesticaría a sus
adversarios cristinistas. Aunque tanto el peronismo tradicional como el
macrismo y sus socios radicales e independientes podrían, curiosamente,
coincidir en emprendimientos y apoyos mutuos, dado que ya no los separan
abismos conceptuales. De hecho, las figuras que van consolidándose ante la
percepción pública muestran un perfil bastante afín: Urtubey, Perotti,
Lifschitz, Schiaretti, Cornejo y Rodríguez Larreta personifican, con sus
distintas tonalidades y espacios, un mismo temperamento. Dejan todos ellos la
sensación de que el sentido común puede derrotar a la megalomanía.
Tanto las aspiraciones papales como las
tendencias del voto sugieren que marchamos hacia una nueva cultura política de
convergencia y que podría diluirse por el momento la madre de todas las
batallas culturales. Que se inició cuando Cristina Kirchner decretó el
"vamos por todo" e intentó sustituir una democracia por otra. Hasta
entonces, el kirchnerismo sólo pretendía nacionalizar el proyecto feudal
santacruceño; luego cargó contra la democracia republicana fundada en 1983,
acusándola implícitamente de ser la culpable de la decadencia nacional.
Convenía, por lo tanto, reemplazarla por una democracia populista. Ya sabemos
lo que eso significa: el Congreso como escribanía, las leyes a lo guapo, los
controles en manos amigas, la colonización de los jueces, el copamiento de la
burocracia, la apropiación indebida del Estado. Laclau y los profesores de
Carta Abierta le dieron arquitectura intelectual a esta ofensiva inédita que
algunos simplificaban como chavización. La batalla de las democracias, que
sostendrá Cristina hasta el último día, parece, sin embargo, apagarse. Quienes
la libramos vemos surgir ante nosotros algo nuevo, que exige la reconfiguración
de la mirada. Francisco es el ideólogo secreto de esa era..